viernes, 12 de abril de 2013

Una luz descalza


Generado por nosotros mismos, el deseo cobra vida propia para luego sobrepasarnos. Su abrumadora presencia, observadora en todo momento de nuestros pasos, se cierne sobre nosotros esperando la ocasión para doblegar nuestras piernas y ponernos de rodillas. Así está la cosa.

Los budistas aconsejan tener la suficiente fuerza de voluntad para desprenderse de él, pero antes de tomar ese paso, el deseo cobra distintas formas.

Una hombre no muy guapo, inseguro y acomplejado se cruzó por mi camino. Su vida atravesaba por un periodo de soledad, la última novia que tuvo y él habían terminado de forma dramática. Como todo proceso de adaptación buscaba una amiga, en realidad buscaba a alguien y ya. Jamás me sentí atraída por él de inicio, su baja estatura me cohibía, pero qué agusto se platicaba con él, hablaba mucho conmigo de cualquier cosa, como si tuviera una necesidad de reflejarse, de existir, de saber que en algún lugar del mundo tenía cabida y que su vida seguía. Yo, que nunca he sido grosera, aveces me aburría de lo colgada que podía ser una explicación de un tema simple, pero advertía que él lo necesitaba y yo lo escuchaba con atención, como suelo ser con las personas.

Las conversaciones se fueron haciendo más cotidianas, hablar con él se convirtió en un alimento necesario para el alma, pues cuando era mi turno, respondía con la misma atención y paciencia que yo le brindaba, nos necesitabamos, sin saberlo. Después supe que era un escorpio encantador y sumergirme en la profundidad de esos seres se volvió una excursión deliciosa. Mis visitas a su casa/oficina se comenzaron a volver recurrentes. Dejaba a mis amigos, mis cosas, mis tareas e iba y le platicaba a él de mi día, de mis clases, de la gente, de los libros, del amor, de la amistad, de todo. Muy pronto su cubo/oficina nos quedó pequeño, salimos a comer, luego a desayunar, luego simplemente saliamos juntos, mirandonos con una bella complicidad. Si algo llevo en mi corazón, son esas miradas. En la noche, cuando llegaba a mi casa, todavía chateabamos y así mi corazón y mis ojos comenzaron a desearlo.

Los meses más dulces que he vivido fueron con él, su presencia era algo inagotable. Ya lo deseaba, ya me gustaba y su baja estatura, cuerpo redondete, cachetes y cicatrices se fueron convirtiendo en mi adoración. Todos los días pásabamos tiempo juntos, sólo nos faltaba dormir en la misma cama.

Como su buena amiga y confidente sabía que su vida sexual seguía, que cada fin de semana se iba a echar su desmadre y cogía (vaya que sí) con todas las faldas que se le cruzaban. Llegaba el lunes y omitía contarme sus aventuras, hasta que se lo pedí y él accedió. Sin estar enamorada de él, me entretenía demasiado sus relatos de ligue y seducción. Mi cabeza siempre generaba ideas para ponerlas en práctica con mis amantes, aunque siempre las cosas se me salían de control. A cambio yo le contaba mis historias de desencanto, él se reía y me pendejeaba, con la confianza de alguien que te quiere un chingo. Después hasta me decía, hazle así y así y verás. Era divertido porque funcionaba, eso también me gustaba de él, su cinismo.

El día que con cierta timidez en su carro me quiso agarrar una pierna lo atesoro para bien. Después de sus historias me costaba trabajo creer que agarrarme una pierna fuera tan dificíl, pero yo tomé su mano y la puse sobre mí, él me miró y sonrió. El deseo entre nosotros ya estaba declarado.

El amor nos mantuvo mucho tiempo después de tener sexo. Yo no esperaba nada de él, luego sí. Después de un año lo que seguía era estar juntos, bien. Pero en la vida y en el amor se suele perder con frecuencia. Todo se rompió tan rápido que lo único que recuerdo era que yo tenía mucha prisa por olvidarlo, él igual.

Él viajó a Europa, según porque yo lo mandé (y entiendase esa frase como guste). Yo me quedé a olvidarlo viendo pasar los carros de las avenidas y los metros. Después de odiarlo un rato y perdonarlo, él volvió, pero ya no lo deseaba igual, ya no lo amaba. Por no ser grosera lo acepté, pero se dice que hay muchas formas de despedirse. La nuestra no fue la mejor y hoy de eso sólo quedan los recuerdos de una complicidad irrepetible. De una luz descalza.

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